domingo, 21 de julio de 2013

Moreno y los molinos de viento



El secretario de comercio interior, Guillermo Moreno, se ha tomado como una cuestión personal controlar el mercado cambiario informal, que nuevamente se disparó en los últimos días alcanzando valores que no se registraban hacía varias semanas. Pero no debe albergar esperanzas de éxito. Podrá intimidar a los operadores cambiarios, restringir todo lo que desee los mercados, pero no podrá convencer a quienes demandan dólares de que en el contexto actual la moneda americana no es una opción de inversión difícil de superar, al menos en el corto plazo. Y la responsabilidad de esto recae exclusivamente en las políticas económicas de este gobierno y no en “oscuros intereses financieros” que, a lo sumo, sólo podrán acelerar la llegada del momento de la verdad.

El secretario debería saber que si uno analiza los últimos 60 años de historia económica argentina, el valor que registró el dólar paralelo en los últimos días no sólo que no es alto sino que hasta se podría decir que es bajo. De hecho, el dólar libre cerró 35 de esos 60 años por encima de ese valor. Más aun, en los períodos en los que se desdobló el mercado cambiario, el dólar paralelo alcanzó valores mucho más altos no sólo que los de los últimos días sino también que el máximo de 10,45 pesos registrado a comienzos de mayo. Entre 1948 y 1959, el dólar registró un máximo equivalente a 21 pesos de hoy en 1951. Entre 1964 y 1966, llegó a un pico de 10,86 pesos de hoy en 1965. En el período 1971-1976, registró 19,90 pesos de hoy en 1975. Finalmente, entre 1982 y 1989, alcanzó el máximo en 1983, de 14,70 pesos de hoy.

Por otra parte, siempre que hubo un proceso de apreciación real del tipo del cambio como el actual, la situación desembocó en una brusca devaluación en la que el dólar oficial alcanzó valores significativamente mayores que los de los últimos días. Tras la devaluación de 1959, el dólar oficial cerró el año a un equivalente de 11,83 pesos hoy. Tras el “rodrigazo”, en 1975, el dólar oficial terminó el año en un valor comparable a 10,71 pesos de hoy. Un valor similar registró el dólar oficial a finales de 1982, cuando el gobierno militar abandonó por completo su política de intentar ganar el favor de la clase media argentina permitiéndole comprar dólares baratos en forma irrestricta (“plata dulce”). Finalmente, en el 2002, a la salida de la convertibilidad, el dólar oficial finalizó el año a un equivalente de 12,61 pesos de hoy.

Todo esto configura un escenario en el cual aquel que tiene un ahorro difícilmente no se vea tentando con comprar dólares a los valores que éste presenta hoy en el mercado paralelo. Y no porque sea un vendepatria sino sencillamente porque es la única manera que tiene de mantener el poder adquisitivo de su dinero con un riesgo bajo. Si es un inversor conservador sabe que, incluso comprando dólares a 10,71 pesos, muy probablemente podrá conservar el valor real de sus ahorros, al menos hasta que este gobierno o el que venga después libere el tipo de cambio oficial. Es que ése es precisamente el valor más bajo que presentó el tipo de cambio real oficial a lo largo de los últimos 60 años a la salida de un proceso de atraso cambiario como el actual. Para que quede claro, para tener un tipo de cambio real igual al de hoy en un período de tiempo determinado, el valor del dólar en el mercado tiene que aumentar lo mismo que la inflación. Esto significa que si uno compra dólares a 10,71 pesos hoy y, tras la devaluación, el dólar oficial alcanza un tipo de cambio real equivalente a 10,71 pesos de hoy, se va a haber podido, en forma aproximada, mantener el poder adquisitivo de los ahorros.

Para los inversores mas atrevidos, el terreno es aun más prometedor. Estos inversores pueden apostar a que, antes o inmediatamente después de la devaluación del dólar oficial, la moneda americana alcance en el mercado paralelo valores semejantes a los máximos que alcanzó en otros períodos de la historia en los que hubo un mercado cambiario desdoblado. Aun comprando por encima de 11 pesos o de 12 pesos de hoy, podrían llegar a obtener ganancias sobre la inflación si el dólar vuelve alcanzar valores como los 14,70 de 1983 o, ni hablar, los 19,90 de 1975. Sería una apuesta más atrevida pero quién puede asegurar que esto no va a suceder, teniendo en cuenta que el valor máximo mínimo que alcanzó el dólar libre durante un período con desdoblamiento cambiario fue 10,86 pesos de hoy en 1965, en un momento en el cual el tipo de cambio oficial no estaba tan apreciado como ahora y que, además, se extendió menos de lo que promete prolongarse el cepo cambiario actual.

Muchos antes que Moreno intentaron domeñar un dólar desbocado. Utilizaron diversas metodologías pero, al final del día, tuvieron la misma suerte. A la vista de esto, y suponiendo que la intención del Gobierno sea mantener el dólar oficial por debajo del nivel que equilibraría las cuentas externas de la economía en tanto y en cuanto posea un saldo disponible de reservas internacionales en el Banco Central, lo mejor es que se resigne y que dosifique en forma más astuta su energía. Que deje de luchar contra los molinos de viento. En lugar de desperdiciar su tiempo en una política del terror que lo único que puede lograr es generar rentas extraordinarias para los operadores cambiarios que se animen a enfrentarlo, que elija la mejor manera de utilizar los recursos decrecientes con los que cuenta (básicamente, las tenencias de títulos públicos en dólares de la Anses y las reservas del Central) para ajustar el valor del dólar paralelo a las necesidades políticas del Gobierno.

domingo, 7 de julio de 2013

Una sociedad que no aprende de sus errores



La fuerte pérdida de reservas internacionales que viene registrando el Banco Central, el manotazo de ahogado del blanqueo de capitales y las cada vez más desatinadas intervenciones del Secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, para contener la suba de los precios nos permiten vislumbrar con creciente claridad la próxima crisis económica que viene asomando por el horizonte.

Se trata como tantas otras veces de una crisis evitable pero que el perverso esquema de incentivos que existe en nuestro país torna prácticamente inexorable.

Y esto se debe básicamente a que la sociedad argentina, por algún motivo difícil de entender, no ha aprendido una lección que la mayoría de los países ya tiene completamente asimilada: que la inflación es un fenómeno con consecuencias indeseables y que cuando comienza a subir hay que hacer lo que sea necesario para frenarla. Este comportamiento se observa no sólo en las economías más desarrolladas del mundo sino también en los países emergentes, algunos de los cuales comparten con el nuestro una nutrida historia inflacionaria. Genera cierta envidia ver, por ejemplo, que en Brasil existe una gran preocupación oficial porque la inflación se está acercando al 7% anual y se toman medidas para bajarla, en un claro contraste con lo que sucede aquí.

Uno puede comprender que esta lección no sea fácil de aprender para un país que no tiene una historia inflacionaria. La inflación puede no tener efectos inmediatos. En la medida en que los salarios se vayan actualizando al ritmo del aumento de los precios los trabajadores no percibirán que su situación se ve afectada por el proceso. El problema es que una inflación elevada tiene como consecuencia un nivel de inversión más bajo. Esto se debe a que en los contextos inflacionarios resulta muy difícil para los empresarios proyectar el rumbo de los precios relevantes para la toma de sus decisiones de inversión. Algo que es rentable hoy puede no serlo en absoluto mañana porque los precios de los insumos o los salarios pueden aumentar más que el precio del bien o servicio que se pretende producir. Y una menor inversión lleva a un menor crecimiento y a salarios reales más bajos. Pero hay una demora entre el momento en el que se inicia el proceso inflacionario y el momento en el cual los salarios reales caen y, por este motivo, la sociedad debe aprender a reaccionar frente a la alarma y no frente al hecho consumado, cuando ya es muy tarde y se ha perdido tiempo precioso para evitarlo.

Sin embargo, resulta increíble que en la Argentina, con la rica experiencia en materia de crecimiento de los precios que tiene, todavía se siga ignorando por completo el ruidoso sonido de la alarma inflacionaria. La sociedad debería haber castigado al partido gobernante en las elecciones del 2007 por haber permitido que la inflación alcanzara el 18,7% ese mismo año, pero no lo hizo. Tuvo una nueva oportunidad para decirle que no a la inflación en las elecciones presidenciales del 2011, con un aumentos de los precios por encima del 20% tanto ese año como el anterior, con un resultado similar.

¿Porqué vamos entonces a esperar del gobierno de turno un comportamiento responsable que la propia sociedad no exige? ¿Qué se requiere para que ésta aprenda finalmente de los errores que tanto le han costado en el pasado? ¿Porqué otros países, como Brasil o Perú, que han pasado por experiencias similares a la nuestra, han asimilado las enseñanzas de la inflación y nosotros no? Deberemos responder estas preguntas en forma satisfactoria y buscar las soluciones adecuadas si queremos quebrar algún día la recurrencia interminable de crisis económicas que viene registrando en los últimos 70 años la Argentina y que no sólo no nos permite avanzar hacia una nueva etapa del desarrollo sino que acrecienta nuestro atraso.