La fuerte pérdida de reservas internacionales que viene
registrando el Banco Central, el manotazo de ahogado del blanqueo de capitales
y las cada vez más desatinadas intervenciones del Secretario de Comercio Interior,
Guillermo Moreno, para contener la suba de los precios nos permiten vislumbrar con
creciente claridad la próxima crisis económica que viene asomando por el
horizonte.
Se trata como tantas otras veces de una crisis evitable pero
que el perverso esquema de incentivos que existe en nuestro país torna
prácticamente inexorable.
Y esto se debe básicamente a que la sociedad argentina, por
algún motivo difícil de entender, no ha aprendido una lección que la mayoría de
los países ya tiene completamente asimilada: que la inflación es un fenómeno
con consecuencias indeseables y que cuando comienza a subir hay que hacer lo
que sea necesario para frenarla. Este comportamiento se observa no sólo en las
economías más desarrolladas del mundo sino también en los países emergentes,
algunos de los cuales comparten con el nuestro una nutrida historia
inflacionaria. Genera cierta envidia ver, por ejemplo, que en Brasil existe una
gran preocupación oficial porque la inflación se está acercando al 7% anual y
se toman medidas para bajarla, en un claro contraste con lo que sucede aquí.
Uno puede comprender que esta lección no sea fácil de
aprender para un país que no tiene una historia inflacionaria. La inflación puede
no tener efectos inmediatos. En la medida en que los salarios se vayan
actualizando al ritmo del aumento de los precios los trabajadores no percibirán
que su situación se ve afectada por el proceso. El problema es que una
inflación elevada tiene como consecuencia un nivel de inversión más bajo. Esto
se debe a que en los contextos inflacionarios resulta muy difícil para los
empresarios proyectar el rumbo de los precios relevantes para la toma de sus
decisiones de inversión. Algo que es rentable hoy puede no serlo en absoluto
mañana porque los precios de los insumos o los salarios pueden aumentar más que
el precio del bien o servicio que se pretende producir. Y una menor inversión
lleva a un menor crecimiento y a salarios reales más bajos. Pero hay una demora
entre el momento en el que se inicia el proceso inflacionario y el momento en
el cual los salarios reales caen y, por este motivo, la sociedad debe aprender
a reaccionar frente a la alarma y no frente al hecho consumado, cuando ya es
muy tarde y se ha perdido tiempo precioso para evitarlo.
Sin embargo, resulta increíble que en la Argentina, con la rica
experiencia en materia de crecimiento de los precios que tiene, todavía se siga
ignorando por completo el ruidoso sonido de la alarma inflacionaria. La
sociedad debería haber castigado al partido gobernante en las elecciones del
2007 por haber permitido que la inflación alcanzara el 18,7% ese mismo año,
pero no lo hizo. Tuvo una nueva oportunidad para decirle que no a la inflación
en las elecciones presidenciales del 2011, con un aumentos de los precios por
encima del 20% tanto ese año como el anterior, con un resultado similar.
¿Porqué vamos entonces a esperar del gobierno de turno un
comportamiento responsable que la propia sociedad no exige? ¿Qué se requiere
para que ésta aprenda finalmente de los errores que tanto le han costado en el
pasado? ¿Porqué otros países, como Brasil o Perú, que han pasado por
experiencias similares a la nuestra, han asimilado las enseñanzas de la
inflación y nosotros no? Deberemos responder estas preguntas en forma
satisfactoria y buscar las soluciones adecuadas si queremos quebrar algún día
la recurrencia interminable de crisis económicas que viene registrando en los
últimos 70 años la Argentina
y que no sólo no nos permite avanzar hacia una nueva etapa del desarrollo sino
que acrecienta nuestro atraso.
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