domingo, 18 de agosto de 2013

Una oportunidad para construir un país serio



La convocatoria de la presidente, Cristina Fernández de Kirchner, a debatir el modelo económico puede haber estado teñida de un tono desafiante, puede no haber sido lo suficientemente sincera, pero tiene la virtud de haber dado en el clavo: si la Argentina quiere dejar de una vez por todas de rebotar entre el éxito y el fracaso, de vivir entre la euforia y la más dolorosa incertidumbre, de avanzar 3 pasos para luego retroceder 2 y medio, los dirigentes de todos los ámbitos de la vida pública deben ponerse de acuerdo en un modelo básico de país, que sea luego respetado por quienes se hacen cargo de la administración de la nación.

Y, de mantenerse en octubre los resultados de las primarias abiertas del 11 de agosto, se abre una oportunidad para este diálogo. Indudablemente, ningún gobierno que comande una clara mayoría electoral va a sentir la necesidad de apelar a este tipo de discusiones. Pero para un gobierno con poco más de un cuarto del electorado a su favor, un acuerdo de estas características puede permitirle recuperar la legitimidad perdida y mostrarle a la sociedad que el mensaje de las urnas ha sido adecuadamente comprendido.

En este contexto, uno de los temas sobre los que definitivamente los argentinos tenemos que tomar una resolución es la inflación. La persistencia de este problema en nuestro país responde básicamente a dos motivos: por un lado, una sociedad que la tolera sin comprender los costos que ella entraña y, por el otro, su utilidad para el gobierno de turno. La inflación permite redistribuir el ingreso sin asumir costos políticos, al menos en el corto plazo. Si un gobierno quiere entregarle recursos a un determinado sector de la sociedad lo correcto sería sacárselos a otro, a través de un aumento de los impuestos o una reducción del gasto público destinado al mismo. Pero esto implicaría un costo político: el gobierno muy probablemente perdería el favor de aquel sector que debió ceder una parte de sus ingresos. Una política inflacionaria evita este disgusto. Le permite al gobierno extraer los recursos de toda la población, al reducir la capacidad de compra de los ingresos de los habitantes, sin tener que asumir la responsabilidad de esa decisión. Siempre puede echarle la culpa del aumento de los precios, como bien sabemos, a los “empresarios inescrupulosos, que buscan apropiarse de una porción mayor de la riqueza”.

Lo ideal sería que la sociedad comprendiera este subterfugio y castigara a los gobiernos cuando los precios comienzan a subir más allá de lo recomendable. Pero teniendo en cuenta que en la Argentina esto no parece ser por el momento posible sería provechoso que la clase política se ponga de acuerdo en dejar de utilizar esta herramienta para beneficio propio. Y sería positivo no sólo a los fines de evitar que en el futuro se vuelvan a registrar episodios inflacionarios sino también para que en la actualidad el partido gobernante no deba cargar solo con los eventuales costos políticos que puede involucrar la solución del problema.

Deben resultar claros para todos los enormes costos que tiene la inflación en el mediano y largo plazo y que está comenzando a sufrir la economía argentina en estos últimos dos años. Al generar una elevada incertidumbre sobre lo que puede suceder con los precios relativos, la inflación afecta sensiblemente a la inversión. Un empresario o un emprendedor cualquiera pueden calcular la rentabilidad de un proyecto hoy pero no pueden saber qué va a pasar con esa rentabilidad en los próximos años, porque no tienen la menor idea de si los precios de los bienes o servicios que producen van a aumentar más o menos que sus costos. Por lo tanto, sólo aquellos proyectos con una alta rentabilidad se llevan adelante. Y en la medida en la que son pocos los proyectos que se llevan a adelante, son pocos los nuevos puestos de trabajo que se crean, lo que termina impactando en los salarios. La falta de oportunidades laborales provoca que a los trabajadores no les quede otra que aceptar salarios cada vez menores. 

Es fundamental que en la nueva etapa que se inicia, los dirigentes políticos tengan muy presentes estas cuestiones. Si entienden que la utilización de la economía para sus propios fines debe tener límites claros, pueden estar sentando las bases para finalmente comenzar a construir un país serio.

domingo, 4 de agosto de 2013

Jugando con fuego



Como muchos medios se apresuraron a indicar, en julio se registró la mayor tasa mensual de incremento del dólar oficial en 4 años. Era natural que esto sucediera. En los últimos meses se sumaron las presiones en ese sentido: una caída del 26% del superávit comercial en el primer semestre, una depreciación del real en relación al dólar mayor al 10% en lo que va del año, una caída de las reservas internacionales del Banco Central de más de 6.000 millones de dólares y, como si esto fuera poco, una caída del precio de la soja, que en los últimos días registró los valores más bajos desde el 2010.

Como el Gobierno se resiste, por el evidente costo político que entraña y por la falta de credibilidad que se ha ganado, a enfrentar todos estos problemas con la única solución posible - acomodar el dólar oficial por encima de los 8 pesos acompañando este movimiento con un riguroso plan antiinflacionario -, entonces apela a esta depreciación más acelerada del peso para continuar ganando tiempo y ver si logra llegar a los tumbos hasta el 2015. Busca evitar que los exportadores continúen perdiendo competitividad, de modo tal de amortiguar el deterioro del saldo comercial y la consecuente pérdida de reservas del Banco Central.

Pero esta decisión tiene sus riesgos. En los últimos años el Gobierno expandió el nivel de consumo de la población en forma desmedida. De no haber sido por la contención del valor del dólar, la inflación hubiera sido más alta. El incremento controlado del precio de la moneda americana, al mismo tiempo que afectó la rentabilidad de los exportadores, evitó que los precios de los bienes comercializables internacionalmente aumentaran al ritmo al que lo hicieron los de los bienes que se comercializan sólo a nivel local, como la mayoría de los servicios y algunos bienes industriales altamente protegidos contra las importaciones. Por lo tanto, si, para preservar la competitividad de los exportadores, en los próximos meses las autoridades económicas mantienen la tasa de devaluación de julio (más del 25% anual), deberían reducir el ritmo de crecimiento de la demanda agregada. De lo contrario, se terminará inevitablemente en una aceleración de la inflación.

Lamentablemente, ése parece el panorama más probable. ¿Podemos darle un mínimo crédito a la posibilidad de que en medio de una campaña electoral que puede resultar decisiva para el futuro del kirchnerismo el Gobierno decida enfriar el crecimiento del consumo que se encuentra indisociablemente unido a su éxito en estos últimos 10 años?

Una aceleración de la inflación no será gratuita. Significará extender la cantidad de años que se requerirá para restablecer el funcionamiento normal de la economía y, de esta forma, brindar un horizonte previsible a todos aquellos que disponen de capital para invertir en las distintas actividades productivas. Y hasta que eso suceda, la inversión seguirá siendo a cuentagotas, poniendo un límite a la creación de puestos de trabajo, incrementando la puja por los ingresos entre los distintos sectores de la sociedad y amenazando la recuperación del poder de compra de los salarios que han logrado los trabajadores en la última década. El Gobierno está jugando con fuego y el problema más grave es que quienes nos vamos a quemar vamos a ser todos nosotros.