Como muchos medios se apresuraron a indicar, en julio se
registró la mayor tasa mensual de incremento del dólar oficial en 4 años. Era
natural que esto sucediera. En los últimos meses se sumaron las presiones en
ese sentido: una caída del 26% del superávit comercial en el primer semestre,
una depreciación del real en relación al dólar mayor al 10% en lo que va del
año, una caída de las reservas internacionales del Banco Central de más de
6.000 millones de dólares y, como si esto fuera poco, una caída del precio de
la soja, que en los últimos días registró los valores más bajos desde el 2010.
Como el Gobierno se resiste, por el evidente costo político
que entraña y por la falta de credibilidad que se ha ganado, a enfrentar todos
estos problemas con la única solución posible - acomodar el dólar oficial por
encima de los 8 pesos acompañando este movimiento con un riguroso plan
antiinflacionario -, entonces apela a esta depreciación más acelerada del peso
para continuar ganando tiempo y ver si logra llegar a los tumbos hasta el 2015.
Busca evitar que los exportadores continúen perdiendo competitividad, de modo
tal de amortiguar el deterioro del saldo comercial y la consecuente pérdida de
reservas del Banco Central.
Pero esta decisión tiene sus riesgos. En los últimos años el
Gobierno expandió el nivel de consumo de la población en forma desmedida. De no
haber sido por la contención del valor del dólar, la inflación hubiera sido más
alta. El incremento controlado del precio de la moneda americana, al mismo
tiempo que afectó la rentabilidad de los exportadores, evitó que los precios de
los bienes comercializables internacionalmente aumentaran al ritmo al que lo
hicieron los de los bienes que se comercializan sólo a nivel local, como la
mayoría de los servicios y algunos bienes industriales altamente protegidos
contra las importaciones. Por lo tanto, si, para preservar la competitividad de
los exportadores, en los próximos meses las autoridades económicas mantienen la
tasa de devaluación de julio (más del 25% anual), deberían reducir el ritmo de
crecimiento de la demanda agregada. De lo contrario, se terminará
inevitablemente en una aceleración de la inflación.
Lamentablemente, ése parece el panorama más probable.
¿Podemos darle un mínimo crédito a la posibilidad de que en medio de una
campaña electoral que puede resultar decisiva para el futuro del kirchnerismo
el Gobierno decida enfriar el crecimiento del consumo que se encuentra
indisociablemente unido a su éxito en estos últimos 10 años?
Una aceleración de la inflación no será gratuita.
Significará extender la cantidad de años que se requerirá para restablecer el
funcionamiento normal de la economía y, de esta forma, brindar un horizonte
previsible a todos aquellos que disponen de capital para invertir en las
distintas actividades productivas. Y hasta que eso suceda, la inversión seguirá
siendo a cuentagotas, poniendo un límite a la creación de puestos de trabajo,
incrementando la puja por los ingresos entre los distintos sectores de la
sociedad y amenazando la recuperación del poder de compra de los salarios que
han logrado los trabajadores en la última década. El Gobierno está jugando con
fuego y el problema más grave es que quienes nos vamos a quemar vamos a ser
todos nosotros.
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