En
estas últimas semanas, en absoluta consonancia con la temporada electoral que
se inicia, venimos atestiguando la proliferación de reclamos sectoriales de
todo tipo que, de acuerdo a la evaluación política que de ellos hagan el
gobierno nacional, los provinciales o los municipales, serán atendidos más o
menos satisfactoriamente o desembocarán en conflictos abiertos.
Fue
el caso, por ejemplo, de los reclamos docentes, que en la provincia de Buenos
Aires lograron aumentos salariales del 38%, del paro del campo, que se llevó a
cabo la semana pasada, y de la anunciada huelga del transporte, que, tras
fallidas negociaciones con el gobierno por la actualización del impuesto a las
ganancias, se ratificó para el 31 de marzo.
Que
resulte esperable que en medio de la campaña electoral los distintos sectores
busquen extraerle concesiones a un gobierno necesitado por las circunstancias,
no torna menos sorprendente la naturaleza de los reclamos en el marco de una
economía profundamente estancada y con un estado que registrará en este 2015 un
déficit que se ubicará entre los más elevados de la historia, es decir, que no
sólo no cuenta con el más mínimo margen para aumentar gastos o reducir
impuestos sino que debe imperativamente hacer exactamente lo contrario.
Para
revertir el deterioro que viene mostrando la economía y que, de continuar, va a
provocar mayor desempleo, más caída del poder adquisitivo de los salarios o
ambas cosas, inevitablemente se tiene que terminar con la inflación. La actividad
económica no puede prosperar en un ambiente dominado por la total incertidumbre
en relación a las principales variables que la determinan. Y, para que eso
suceda, una condición esencial es dejar de financiar el déficit fiscal con la
impresión de billetes por parte del Banco Central. Ello requerirá casi con
certeza una reducción del mismo porque difícilmente se pueda financiarlo en
forma genuina si sigue teniendo la magnitud que hoy presenta.
Por
otra parte, para que la economía ingrese en una senda de crecimiento sostenible,
también se requerirá algún grado de corrección del tipo de cambio real. Para
recuperar el dinamismo de las exportaciones, para abrir el cepo cambiario y no
dejar a las empresas que compiten contra las importaciones completamente
indefensas ante la competencia extranjera, se necesita reducir los costos en
dólares que enfrentan. Hay distintas maneras de lograr esto pero la más rápida
y de efectos más amplios es una devaluación del peso por encima de la
inflación. Y una medida de este tipo, al menos en una primera etapa, causaría
inevitablemente una pérdida en la capacidad de compra de los salarios.
En
definitiva, para reordenar la economía y ponerla nuevamente en marcha, se
necesita atravesar un período en el que amplios sectores de la población
sufrirán alguna merma temporal en sus ingresos reales. Sean aquellos que
reciben beneficios del estado, los trabajadores en general o los empresarios
del sector de servicios, que sufrirían una caída de sus ventas. Es decir, tenemos
por delante un período que demandará un esfuerzo por parte de la sociedad, que
podrá ser moderado, si se apela al financiamiento que el mundo puede estar
dispuesto a ofrecerle a la Argentina, pero que no debe ser soslayado.
Seguramente,
es completamente ingenuo pretender que los sectores en pugna atiendan estas
cuestiones pero si los argentinos siguen haciendo frente a las dificultades
viendo qué tajada adicional se pueden apropiar, en lugar de cuál es el aporte
que pueden hacer para superarlas, el deterioro económico continuará. Y si esto
sucede, ese esfuerzo, que todavía se puede distribuir de manera ordenada, en
forma acorde a la capacidad de sacrificio de cada sector, atendiendo en forma
mancomunada un objetivo que, al final del camino, brindará beneficios para
todos, se impondrá en forma caótica, injusta, recayendo más sobre los que menos
tienen, y amenazando una vez más la estabilidad institucional y política del
país.
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