El informe sobre el mercado de cambios del segundo trimestre
del año publicado en los últimos días por el Banco Central evidencia que el
Gobierno cumplió claramente con el objetivo que se había fijado al establecer
los controles para la compra de dólares a fines de octubre del año pasado:
reducir al mínimo la fuga de capitales. La salida de capitales del período, de
US$ 2.663 millones, fue la menor desde el cuarto trimestre del 2003 y marca el
punto más bajo desde que en el tercer trimestre del año pasado el retiro de
dólares del sistema alcanzara los 11.483 millones.
Las medidas frenaron la fuga de capitales y el drenaje que
ésta estaba provocando sobre las reservas internacionales del Banco Central. De
hecho, estas cayeron sólo US$ 29 millones en el primer semestre del año contra
US$ 5.175 millones en el segundo semestre del año pasado. Sin embargo, al no
enfrentarse la raíz del problema, que son la inflación y los efectos que ésta
viene teniendo sobre la competitividad externa de la economía, lo único que se
logró es postergar el momento de la verdad, algo posiblemente muy beneficioso
en términos políticos pero sumamente pernicioso en términos económicos.
Es que si los salarios se incrementan en dólares por encima
del aumento en la productividad las empresas exportadoras y las que compiten
con las importaciones van perdiendo rentabilidad y frenando su crecimiento. Y
si esta situación se mantiene en el tiempo pierden mercados. Si, en este
contexto, la economía sigue creciendo, al deterioro de las exportaciones y de
los sectores que compiten con las importaciones se suma un aumento de la
demanda de importaciones. Y, entonces, el superávit comercial que aun existe se
transformará inevitablemente en un déficit y las reservas internacionales del
Banco Central deberán utilizarse, además de para pagar los vencimientos de
capital e intereses de los compromisos externos del Gobierno y el sector
privado, para financiar ese déficit.
Por lo tanto, en algún momento del tiempo que es imposible
determinar con exactitud porque depende de numerosos factores, el estado
argentino se quedará sin reservas o tendrá un saldo lo suficientemente reducido
como para no tener otra alternativa que hacer frente finalmente al problema que
hoy se pateó para más adelante.
El daño económico de mantener esta situación tiene dos
aspectos centrales. Por un lado, el desequilibrio que existe hoy es mucho más
fácil de corregir que el que habrá dentro de unos años. Al no enfrentarse el
problema, lo más factible es que el desequilibrio se vaya agudizando y lo que
hoy se resolvería con bajar la tasa de inflación a un tercio y subir el dólar
en un 10 o 20% en unos años tal vez requiera bajar el ritmo de crecimiento de
los precios a un quinto y ajustar el tipo de cambio en un 50 o 100%. Y cuanto
mayor es la corrección que debe aplicarse mayores son las consecuencias en
términos de caída de la actividad e inestabilidad social.
Por otra parte, es de esperar que, hasta que se realice
dicha corrección, la inversión privada caiga en forma significativa. Es muy
difícil hacer cualquier tipo de proyección en un escenario en el cual todos los
precios relevantes de la economía pueden cambiar bruscamente en el mediano
plazo, tanto como resultado de que se incremente el desequilibrio o finalmente
se lo corrija. Por lo tanto, se crearán puestos de trabajo de menor calidad y
retribución, se desperdiciará el potencial productivo de los recursos humanos
argentinos y se enviará malas señales hacia los jóvenes que hoy están decidiendo
cuál será su capacitación profesional, retrasando aun más años el punto de
inicio de un proyecto de desarrollo serio como el que en algún momento de los
últimos 10 años se insinuó.
Desde esta perspectiva, el éxito de los controles cambiarios
se transforma en una victoria pírrica, es decir en un triunfo que resulta más
costoso de lo que hubiera sido una derrota y que nos deja cada vez más lejos
del verdadero objetivo.