Hoy
existe un consenso prácticamente total entre los economistas,
independientemente de su posicionamiento ideológico, respecto a las medidas de
fondo que deben tomarse para enderezar el rumbo económico. Incluso aquellos
economistas vinculados al Gobierno que no temen herir la sensibilidad de la
presidenta Cristina Fernández de Kirchner, coinciden en el diagnóstico general
y en la receta básica.
De
acuerdo a este diagnóstico, los problemas de fondo de la economía son la
elevada inflación y el atraso cambiario. El contexto inflacionario afecta la
capacidad de los empresarios para tomar decisiones de inversión. Pueden
calcular la rentabilidad de un proyecto hoy pero no pueden saber qué va a pasar
con ella en los próximos años, porque no tienen la menor idea de si los precios
de los bienes o servicios que producen van a aumentar más o menos que sus
costos. Por lo tanto, sólo aquellos proyectos con una alta rentabilidad se
llevan adelante y la inversión se resiente, afectando la capacidad de la
economía de crear puestos de trabajo. El atraso cambiario, a su vez, genera una
tendencia hacia la insuficiencia de divisas. Esto se debe a que, por un lado,
al bajar la rentabilidad de la producción de bienes exportables y al generar la
expectativa de una devaluación en el corto o mediano plazo, desalienta la
inversión en el sector exportador e incentiva la acumulación de stocks
provocando una tendencia al estancamiento de las exportaciones. Y, por el otro,
al abaratar en términos relativos los productos importados y el turismo en el
exterior, impulsa su consumo. Como se entiende claramente, el crecimiento más
rápido de las importaciones y el más lento de las exportaciones provoca una
necesidad creciente de moneda extranjera, algo que resulta evidente en estos
días en que la situación está siendo afrontada gracias a las reservas
acumuladas en el Banco Central en los tiempos de vacas gordas.
Existe
un consenso general en que, para resolver estos problemas, se requiere un plan
económico que incluya una devaluación significativa del tipo de cambio oficial
y un programa antiinflacionario. Para ser viable, este plan debe involucrar una
importante reducción en el déficit del sector público, algo que puede comenzar
a ejecutarse con la eliminación de los subsidios a los servicios públicos, una
parte importante de los cuales es completamente injustificada desde cualquier
enfoque ideológico desde el cual se la mire. Podrá haber discrepancias respecto
a cuál debe ser el nuevo valor del dólar, si debe haber superávit fiscal o un
déficit moderado es aceptable y si este resultado debe ser alcanzado con más
impuestos o menos gasto público y, en este último caso, en qué áreas debe
recortarse el gasto, pero las coincidencias básicas son notablemente amplias.
Los
políticos deben tomar nota de este consenso general entre los economistas. Tras
las elecciones legislativas y de cara al 2015, parece haber una gran paridad entre las 3 o 4
fuerzas políticas con chances de llegar a la presidencia. Por lo tanto, existe
una oportunidad única para elaborar un acuerdo en el cual estas fuerzas
compartan los costos políticos de enderezar el rumbo económico. Todos se
beneficiarían con un acuerdo de estas características. No se puede predecir a
ciencia cierta a quién le va a explotar la bomba de tiempo económica que hoy está
activada. Puede explotarle a este gobierno pero también al próximo. De modo que
todos aquellos que tienen chances de ganar en el 2015 están igualmente
expuestos a tener que terminar asumiendo todo el costo político ellos solos.
¿Están dispuestos a jugar a esta ruleta rusa?
Alcanzar
este acuerdo permitiría sacar ciertas premisas económicas básicas de la ecuación
política, contribuiría a sentar las bases para poner en marcha un proceso serio
de desarrollo y, por encima de todas las cosas, mostraría, tal vez por primera
vez en los últimos 40 o 50 años, una clase política dispuesta a decirle la
verdad a la gente antes de que la crisis económica hable por sí sola.
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