Indudablemente,
el acuerdo del Gobierno con el Club de París es una noticia positiva para el
país. Y, en la medida en que no se vea eclipsada por una decisión desfavorable
de la Corte Suprema de los Estados Unidos en relación al conflicto con los
acreedores que no ingresaron a los canjes de deuda del 2005 y 2010, servirá
para aliviar la tensión con la que viene funcionando la economía en los últimos
meses y le brindará cierto margen de maniobra a las autoridades para no tener
que implementar el ajuste brusco que a todas luces buscan evitar.
Sin
embargo, algo que debería ser motivo de beneplácito, y seguramente en la
mayoría de los países lo es, en el nuestro puede transformarse en un motivo de
preocupación. Y es que la clase política argentina a lo largo de la historia
reciente ha tenido una fuerte propensión a evadir la solución de los problemas
económicos en la medida en que esto fuera posible. Las grandes crisis
económicas que se registraron en los últimos 30 años de vida democrática fueron
un resultado de esto. El gobierno de Raúl Alfonsín convivió con tasas de
inflación que, excepto un muy breve período tras la puesta en marcha del Plan
Austral en 1985, siempre se ubicaron por encima del 3% mensual y con
desequilibrios fiscales que, incluso en los mejores años, nunca cayeron por
debajo del 4% del PBI. Resultó inevitable, entonces, ante la no corrección de
estos problemas, el estallido hiperinflacionario que no dejó otra alternativa
que poner las cosas en su lugar como consecuencia de la profunda debacle
económica que generó. Las gestiones de Carlos Menem y Fernando De la Rúa
extendieron en el tiempo una situación de atraso cambiario que desde 1994 había
instalado el nivel de desempleo por encima del 10% y que había provocado déficits
en la cuenta corriente del balance de pagos en forma ininterrumpida desde 1991.
El financiamiento externo y el ingreso de capitales que hubo durante el período
permitieron a las autoridades nuevamente posponer la solución de los
desbarajustes existentes hasta que la crisis del 2002 volvió a tornar
inevitable esta alternativa.
Vale
preguntarse, entonces, ahora si el acuerdo con el Club de París no puede
brindarle una nueva oportunidad a la clase política argentina para desentenderse
de su obligación de formular un modelo económico aceptable para la sociedad y
sostenible en el tiempo que le permita al país finalmente avanzar hacia la
convergencia con los países más desarrollados. ¿Este gobierno y tal vez el que
viene no utilizarán el financiamiento y el ingreso de capitales que dicho
acuerdo puede facilitar para extender una vez más en el tiempo el tipo de
cambio real bajo y con él salarios reales más altos, de modo tal que comiencen
a acumularse déficits en cuenta corriente y aumentar el endeudamiento, hasta
que la situación vuelva a ser insostenible y su corrección inevitable?
No
sólo son graves las crisis, que por lo menos renuevan y transforman, sino
también el tiempo que se pierde durante esos períodos de indecisión previos en
los que los emprendedores no tienen un panorama lo suficientemente claro como
para poner en marcha nuevos proyectos productivos o en los que las señales de
precios los inducen a elegir aquellos que son menos convenientes. Se provoca
así un desperdicio de capital que impide poner en movimiento el proceso de
acumulación que nos podría llevar hacia el Primer Mundo.
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