La
colocación de deuda con la que el Gobierno días atrás consiguió casi tres veces
la cantidad de dólares que pretendía provocó cierta euforia entre los
principales funcionarios del ámbito económico. “Se demuestra de este modo que
no es cierto que los fondos
buitres nos habían puesto contra las cuerdas y nos llevaban al nocaut. El mito de que no hay financiamiento
para la Argentina se cae”, señaló con aire triunfal el ministro
de economía Axel Kicillof horas después de la publicación del resultado de la
licitación. A su vez, el presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli,
destacó al día siguiente: “Hoy las reservas internacionales subieron 1.247
millones, un día importante para los argentinos”, en relación al ingreso de los
dólares obtenidos con la emisión en las arcas de la autoridad monetaria.
Pero,
si bien es cierto que el resultado logrado por el Gobierno debe haber
sorprendido a los analistas bien intencionados que en los últimos meses ponían
en duda la capacidad de la administración para conseguir una cantidad de
dólares considerable en los mercados voluntarios de deuda en el contexto del
conflicto con los fondos buitre, el endeudamiento del país en sí mismo, sin formar
parte de una estrategia integral para resolver los importantes problemas que
presenta la economía, no puede ser jamás un motivo para el festejo. Más bien,
si se utiliza una vez más, como en el pasado, para disimular los problemas y
patear su solución para adelante, debe ser un motivo de preocupación.
Es
que en nuestro país, la deuda pública neta, es decir, sin incluir la deuda del
Tesoro con organismos del sector público, en relación al PBI, se encuentra en
una situación relativamente favorable. Incorporando en ella la deuda en default,
incluso considerando eventuales arreglos beneficiosos para los acreedores, no
supera el 30%, cuando en Brasil, por ejemplo, se ubica en torno al 60%. La
mayoría de los países del mundo tienen un endeudamiento superior al nuestro. Esto
le brinda a la Argentina, bajo ciertas condiciones, la capacidad de acceder a
un flujo de financiamiento que les puede permitir a las autoridades de turno
esquivar las reformas necesarias para que se reactive la inversión privada y la
economía recupere el dinamismo.
Para
dar un ejemplo sencillo, mucho se habla de la necesidad de una devaluación del
peso. Definitivamente, una devaluación exitosa reduciría los costos en dólares
de las empresas exportadoras y mejoraría su rentabilidad, estimulándolas a
aumentar su producción e incrementando, así, el ingreso de divisas para nuestra
economía, lo que permitiría enfrentar los problemas de escasez que hoy existen.
Sin embargo, desde la perspectiva de los políticos, una devaluación generará
una caída en el salario real de los trabajadores y un costo político que puede
ser importante. Es sumamente tentador, entonces, para ellos enfrentar la falta
de divisas con endeudamiento externo, en lugar de con una corrección de la
relación entre el peso y el dólar.
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