Muchos
de aquellos que, con la llegada de la nueva administración, esperaban un avance
firme y convencido hacia el reordenamiento de la economía deben estar
archivando sus ilusiones para el futuro, a juzgar por los eventos que día tras
día se van conociendo.
Por
si quedaba alguna duda de que el Gobierno había decidido postergar para más
adelante la solución del enorme déficit fiscal que heredó y que se yergue como
una espada de Damocles sobre el futuro de la economía, en los últimos días abundan
las noticias para convencerse de que esto es un hecho. Es el caso, por ejemplo,
del resultado de la recaudación impositiva de julio, con un aumento interanual
del 23,4% contra una inflación superior al 40%, producto, principalmente, de la
eliminación de las retenciones a las exportaciones y la suba del mínimo no
imponible del impuesto a las ganancias; la devolución de los 29 mil millones de
pesos a las obras sociales; o las importantes trabas que viene enfrentando el
aumento de las tarifas de los servicios públicos.
Mientras
tanto, mes tras mes se van diluyendo las ganancias que la salida del cepo
cambiario y la devaluación le había generado al sector de bienes transables de
la economía, con un dólar que en lo que va del año aumentó alrededor de un 14%,
contra una inflación, en el mismo período, superior al 30%. Según el último
relevamiento de expectativas del mercado publicado por el Banco Central, se
espera para fin de año un dólar de 16,2 pesos. Difícil imaginar, dado el
contexto actual, una cifra superior a esa y bien podría ubicarse por debajo, de
acuerdo a lo que suceda con el blanqueo de capitales y las decisiones que tome
la autoridad monetaria en relación a la tasa de interés, en el marco de su
lucha solitaria contra la inflación. Pero, aun suponiendo que la divisa alcance
ese valor, estaríamos hablando de un tipo de cambio real comparable con el de
finales de 2011, el año en el que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner
instauró las restricciones para la compra de dólares para hacer frente a la
pérdida de reservas internacionales que estaba sufriendo. Resulta fundamental aumentar
la competitividad de la producción argentina, de modo de incrementar las
exportaciones y generar las divisas necesarias para adquirir los bienes y
servicios que requiere nuestra economía y hacer frente a nuestros compromisos
internacionales sin depender del financiamiento externo. Retroceder de esta
manera en un área en la que se habían logrado avances importantes y se habían
asumido costos mayores resulta desalentador.
El
Gobierno puede esgrimir en su favor un clima más favorable para los negocios y
una retórica más amigable respecto a la iniciativa privada que la de su
antecesor pero no parece que esto sea suficiente para poner en marcha un
proceso de inversión vigoroso en los sectores estratégicos de la economía. Y,
en la medida en que eso no suceda, las autoridades económicas se pueden ver
obligadas por las exigencias electorales a ocupar el vacío con mayor gasto
público, amenazando con agravar los problemas estructurales existentes a fin de
satisfacer las necesidades políticas inmediatas.
Todo
indicaría entonces que aquellos optimistas y bienpensados que creen que, por
primera vez en nuestra historia, el sistema político argentino va a brindar una
solución a los problemas de la economía sin verse obligado a hacerlo por la
explosión de una nueva crisis deberán esperar hasta después de las elecciones
legislativas del año que viene para renovar su esperanza.
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