A primera vista, en términos puramente económicos, resulta
difícil entender las crecientes dificultades que atraviesa la economía
argentina cuando aun goza de un superávit comercial considerable, mantiene cerca
de 47 mil millones de dólares de reservas internacionales en el Banco Central y
la situación fiscal, si bien se encuentra en franco deterioro, no es
particularmente grave, menos aun si se la compara con la de la mayoría de los
países del “primer mundo”.
Pero cuando se introducen elementos políticos en el
análisis, el panorama resulta más claro y comprensible. Y es que muchas
decisiones que no tendrían sentido o serían manifiestamente equivocadas desde
el punto de vista económico cambian por completo a la luz de las posibilidades
electorales que entrañan. Por ejemplo, cuando en el 2006 la inflación
(publicada por el INDEC) superó el 10%, algo que los manuales más básicos de
economía desaconsejan por su incidencia negativa sobre el crecimiento de largo
plazo y que todos los países que viene presentando un buen desempeño en los
últimos años se esfuerzan por evitar con todos los medios disponibles (desde
China hasta Brasil), el Gobierno decidió doblar la apuesta para llegar con la
economía “a toda máquina” a las elecciones presidenciales del 2007, con el
consiguiente incremento de la inflación (estimada en el 25% y el 24% para el
2007 y 2008) debidamente ocultado con la manipulación que a partir de ese año
comenzó a aplicarse sobre las cifras del instituto estadístico.
Cuando en el 2009,
a partir de la contracción económica que sufrió el país
como consecuencia de los efectos de la crisis internacional, la inflación se
redujo al 15%, nuevamente el Gobierno decidió no aprovechar la oportunidad de
encauzar el comportamiento de los precios y aceleró al máximo los motores de la
economía para llegar a las elecciones presidenciales del 2011 con un
crecimiento “a tasas chinas”. El resultado: la inflación se instaló nuevamente
por encima del 20%.
Esta estrategia, que ha brindado excelentes frutos electorales,
continúa aplicándose en la actualidad, en un contexto de crecientes
restricciones y decisiones cada vez más complejas. En los últimos años el
incremento del valor del dólar se ha ubicado recurrentemente por debajo la
inflación. No hay que saber demasiado de economía para imaginar que esto no es
sostenible en el tiempo. Un mínimo conocimiento del pasado basta. Si a esto se
agrega que las opciones de inversión en pesos ofrecen tasas de interés por
debajo de la inflación naturalmente el ahorro va a comenzar a volcarse
masivamente hacia el dólar o activos cuyo valor esté históricamente
correlacionado con el de esa moneda. Esto ha hecho que en el 2011 se acelerara
fuertemente la salida de capitales de nuestra economía y, con un superávit
comercial decreciente, esto implicaba una pérdida de reservas cada vez mayor.
En este contexto, el Gobierno tenía que decidir si apuntaba
a un proceso de “normalización” económica, con una reducción de la inflación y
un restablecimiento de la confianza en la moneda, algo a lo que algunos
apostaban tras las elecciones del 2011. Sin embargo, posiblemente alentado por
la necesidad de ganar las elecciones legislativas del 2013 en forma contundente
con el objeto de avanzar con una reforma de la Constitución que
habilite una nueva reelección de la presidenta en el 2015, eligió otro rumbo.
Un plan antiinflacionario hubiera implicado muy probablemente un enfriamiento
de la economía y un incremento de la desocupación, reduciendo las posibilidades
de éxito electoral. Por lo tanto, se optó por poner en marcha las restricciones
a la compra de dólares y a las importaciones, con el fin de detener la sangría
de reservas. De esta manera el Gobierno gana tiempo e intenta llegar sin
resolver el problema de fondo, con los dólares que aun posee, hasta el 2013,
primero, y el 2015, si es posible.
Y, por si el impacto de estas medidas sobre la actividad
económica es más fuerte de lo previsto o lo políticamente aceptable, el
Gobierno parece haberse guardado un “as en la manga”: con la reforma de la Carta Orgánica del Banco
Central que logró semanas atrás habilitó la posibilidad de emitir billetes
“indiscriminadamente” para sostener la marcha de la economía.
Si el Gobierno continúa sujetando las decisiones económicas
a la agenda electoral las consecuencias en el mediano plazo pueden ser graves
(una aceleración de la inflación con un desenlace impredecible, una maxi
devaluación como la del 2002) pero éstas no le interesan. La mirada está puesta
en el 2015, no más allá.
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