Indiscutiblemente,
las medidas que se vienen tomando desde el cambio de gabinete allá por
noviembre están bien encaminadas, principalmente, desde el golpe de timón de
finales de enero, cuando se comprendió que se estaba trabajando con un grado de
improvisación inaceptable y que había que darle referencias al público y a los
mercados si no se quería agotar las reservas en un puñado de meses.
En
síntesis, tanto la devaluación, como la política monetaria más restrictiva, la
presentación del nuevo índice de inflación, el acuerdo con Repsol por la
estatización de YPF y el casi descontado recorte de los subsidios a los
servicios públicos son todas medidas que venimos pidiendo hace rato y el
Gobierno merece ser reconocido por avanzar con ellas, independientemente de si
lo hizo arrinconado entre la espada y la pared o a partir de una auténtica
comprensión de la necesidad de sanear la economía para retomar la senda del
crecimiento.
Sin
embargo, falta un elemento esencial para dar finalmente la vuelta a la página y
mirar el futuro con cierto optimismo. Falta un plan que le dé un sentido claro a
todo lo que se ha hecho, una hoja de ruta que nos permita vislumbrar claramente
el rumbo y que defina los compromisos y sacrificios que deben asumir cada uno
de los actores y, por sobre todas las cosas, que descarte de cuajo la
interpretación que hoy se le puede dar a los hechos de que el Gobierno carece
de estrategia y en verdad lo único que busca es llegar al 10 de diciembre del
2015 evitando el colapso de la economía.
Un
ejemplo de los problemas que la ausencia de un conjunto de metas claras plantea
son las negociaciones salariales que se han iniciado en estos días. Es
completamente justificado pedirle a los trabajadores que moderen sus reclamos
en estos momentos de crisis y que acepten una caída del salario real pero es
natural que en un escenario de aceleración inflacionaria y sin un horizonte
definido ellos se excedan en los salarios nominales que exigen. Cuánto más
sencillas serían estas negociaciones, si bien no un trámite, si el Gobierno
fijara objetivos de inflación para este año y los que vienen. Seguramente, al
principio habría dudas respecto a estos compromisos pero se iría ganando
credibilidad en la medida en que se los fuera cumpliendo.
Esto
también sería esencial para avanzar en la reestructuración que la economía
requiere. En la última década, la política económica favoreció una expansión
desmedida en el sector de bienes destinados al mercado interno, básicamente los
servicios, en desmedro de los destinados al mercado externo, la cual ha sido
una de las principales causas de la crisis de balanza de pagos que estamos
viviendo en los últimos meses. Inevitablemente, en los próximos años se debe
modificar esta matriz. Un panorama hacia adelante en el que la inflación tienda
a bajar, estabilizando o, idealmente, reduciendo aun más los costos laborales
en dólares, sería un estímulo importante para el sector exportador y las
empresas que compiten con las importaciones, y facilitaría la transferencia de
los recursos humanos y de capital necesaria para ello.
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