Los
sucesos que vienen aconteciendo en Brasil deben ser seguidos de cerca por
aquellos que quieren tener una idea más clara de cómo puede ser las cosas en
nuestro país luego de las elecciones, a juzgar por los importantes puntos en común
entre las dos naciones vecinas en estos últimos años.
Ambos
países vienen mostrando una economía con poco lustre. La de Brasil creció al 1,76%
en 2012, al 2,74% en 2013, al 0,15% en 2014 y se contrajo un 1,15% en el primer
trimestre del 2015. La de Argentina presentó cifras del 1,9%, 2,9%, 0,5% y 1,1%
para los mismos períodos. Con este telón de fondo y un año casi exacto de
diferencia, llegaron a sus respectivas elecciones presidenciales. Tanto en
Brasil el año pasado como en nuestro país éste, los partidos gobernantes
esgrimieron la carta de la continuidad en materia económica sin anticipar la
necesidad de cambios importantes para revertir el proceso de estancamiento.
Asimismo, ambos vecinos están cerrando sus respectivos años electorales con
enormes déficits fiscales (cerca del 6% del PBI en Brasil y se estima en cerca
del 7% del PBI aquí).
Tras
obtener la victoria electoral, y asegurar un nuevo mandato para el partido
gobernante, la presidente brasileña Dilma Rousseff hizo lo que había asegurado
que no era necesario. Con el objeto expreso de recuperar la confianza de los
inversores para volver a poner a la economía en el sendero del crecimiento,
puso en marcha un plan económico ortodoxo, de ajuste fiscal y devaluación de la
moneda. Si bien, a medida que la recesión en el país vecino se fue
profundizando y el apoyo político se fue evaporando, los objetivos se fueron
flexibilizando, inicialmente se pretendía lograr un superávit fiscal primario del
1,2% del PBI en 2015 y superior al 2% del PBI en 2016. Al mismo tiempo, al
cierre de esta edición la moneda brasileña llevaba perdido un 55% de su valor
respecto al dólar desde el día siguiente del ballotage en el que se impuso
Rousseff.
El
resultado en términos políticos ha sido ampliamente negativo. La popularidad de
la mandataria brasileña cayó al 8% en agosto, la más baja para un presidente
desde el fin de la dictadura militar de ese país en 1985. Desde ya que la
situación no se vio favorecida por el escándalo de corrupción en el que se vio
envuelto el partido gobernante pero si el panorama económico no se hubiera
vuelto tan sombrío, indudablemente, la imagen de la presidente no se hubiera
visto tan afectada. Habría que ver hasta qué punto también incidió en esta
cuestión la violación por parte de Rousseff de las promesas de la campaña.
Sería completamente válido y, hasta un síntoma de madurez política, que la
población, en general, y el sistema institucional, en particular, castiguen a
un político por aplicar en su gestión de gobierno políticas completamente
distintas a las de su plataforma electoral.
Sea
como fuere, en caso de ganar las próximas elecciones, Daniel Scioli seguramente
analizará en profundidad los sucesos económicos y políticos de Brasil de los
últimos 12 meses. Sus dilemas serían semejantes a los de su colega: ¿toma las
medidas que se requieren para salir del estancamiento económico en los primeros
meses del mandato, arriesgándose a perder el capital político obtenido tras la
victoria electoral, o adopta un enfoque gradual, exponiéndose a la posibilidad
de que la economía siga acumulando desequilibrios y termine explotándole en
algún punto del camino? Por lo pronto, siempre y cuando sea válido extrapolar
el caso brasileño al nuestro, contaría con la ventaja de conocer de antemano los
resultados de uno de estos ejes de acción.
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