El
Gobierno parece estar saliéndose con su cometido y está llegando a las
elecciones presidenciales sin haber cedido un milímetro al “club de los
devaluadores”, los fondos buitre y aquellos que “quieren ajustar” porque “nunca
pasaron hambre”. Pero no lo hace con elegancia. Lo hace prácticamente pidiendo
la hora, pasando la gorra entre sus amigos para que no se le acaben las pocas
reservas que quedan o, al menos, para poder disputar las acusaciones de la
oposición de que está dejando al Banco Central “pelado”.
Y
la estrategia, a juzgar por los pronósticos de los encuestadores, parece estar
dando sus frutos, con Daniel Scioli con chances de ganar los comicios en
primera vuelta. De confirmarse estas predicciones, el tildado por algunos economistas
opositores como “el peor ministro de economía de la historia” se irá a dormir el
25 de octubre con la íntima satisfacción de haber viabilizado con su gestión la
victoria del candidato oficialista en un período de estrecheces que en nada se
compara con los períodos previos a los triunfos electorales del 2007 o el 2011.
Los
que no nos iremos a dormir satisfechos somos todos aquellos que soñamos con un
país distinto: con un país estable, predecible, en el que se apliquen planes de
largo plazo, en el que la gente no tenga que apostar todos sus ahorros en una
timba, en el cual la supremacía de la política sobre la economía no sea tan
brutal. Y no porque Scioli sea necesariamente un peor candidato que Mauricio
Macri o Sergio Massa. ¿Quién puede asegurar con absoluta certeza cuál de estos
políticos tiene la capacidad, la visión y las posibilidades para lograr los
objetivos planteados?
Pero
un triunfo del oficialismo es una victoria de la negación, de la vista gorda,
de la mentira, de patear los problemas para adelante, de la falta de diálogo y
acuerdos, de la priorización del corto por sobre el largo plazo, por no hablar
de la corrupción, de la que han abundado acusaciones que aun no han sido
confirmadas debidamente en los tribunales. Una victoria del oficialismo implica
que una parte mayoritaria de la sociedad (al menos en los términos establecidos
por la Constitución para la elección presidencial) está avalando, por
ignorancia, negligencia o indiferencia, todas estas cuestiones. Y resulta
altamente improbable que una sociedad que permite todas estas prácticas
políticas pueda construir una nación como la que muchos ambicionamos.
¿Cuál
es la actitud que debemos tomar si finalmente se confirman los pronósticos de
las encuestas frente a este diagnóstico tan pesimista? Indudablemente, debemos
redoblar los esfuerzos para trabajar sobre la educación y la concientización de
la población pero, más que nada, debemos hacer una autocrítica y ver cuáles de
todas esas prácticas que lamentamos en la dirigencia política adoptamos
nosotros en nuestra vida cotidiana, cuando realizamos negocios, contratamos
servicios o nos manejamos por la vía pública, contribuyendo a sostenerlas y
perpetuarlas.
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