Estamos
a un puñado de días de completar el primer año de la administración de Mauricio
Macri y, a pesar del ímpetu inicial y las expectativas que generó, queda la
sensación de que nos hemos movido muy poco, si es que nos movimos algo, hacia
la construcción de un esquema que brinde un marco favorable para el crecimiento
económico sostenido.
La
gestión económica apenas se puede jactar en estos casi 12 meses del arreglo con
los acreedores internacionales para salir del default y el levantamiento de las
restricciones cambiarias, dos hechos indiscutiblemente positivos pero que no
representan en sí mismos soluciones de fondo a los importantes problemas que
existen. También puede mostrar una actitud más decidida contra la inflación que
el gobierno anterior pero con un enfoque que genera dudas y no garantiza
resultados perdurables.
Dejando
de lado esas cuestiones, poco ha cambiado en la economía. El déficit fiscal
cerrará este año en el elevadísimo nivel en el que se lo recibió, en torno al
7% del PBI, una luz roja que titila con intensidad de cara al futuro de la
economía argentina. El Gobierno no aprovechó este año sin elecciones para
lograr algún avance importante en ese terreno, indudablemente condicionado por
los estragos que la fuerte devaluación de diciembre causó en los ingresos de la
población y la actividad económica.
Pero
lo más grave es que dejó que los avances que sí se habían logrado con la
apertura del cepo cambiario y la devaluación en materia de precios relativos,
restituyendo cierta competitividad al sector de bienes transables de la
economía, se fueran diluyendo a lo largo del año. Las altas tasas de interés ofrecidas
por el Banco Central y el endeudamiento de la Nación, las provincias y las
empresas en los mercados internacionales alimentaron una oferta de dólares que
mantuvo contenida la cotización de la divisa frente a una inflación que, si
bien se desaceleró en los últimos meses, va a cerrar el año en torno al 40%.
Como
resultado de esta inmovilidad, la economía argentina sigue descapitalizándose,
con la única diferencia de que, en lugar de perder reservas internacionales,
como durante los últimos años de la gestión de Cristina Fernández de Kirchner,
hoy acumulamos deuda.
Estos
resultados no son la exclusiva responsabilidad del gobierno actual. Se lo puede
cuestionar a éste por su falta de liderazgo y por su incapacidad para construir
un modelo económico superador y vendérselo a la sociedad. Pero los diversos dirigentes
sociales tampoco muestran conciencia de los problemas ni predisposición para
colaborar en su solución. Sólo parecen preocupados por preservar hasta el
último centavo de los ingresos que tenía su sector al inicio del mandato, como
si no existiera una evidencia suficiente de que, tal como están dadas las cosas,
en ese nivel no son sostenibles en el tiempo.
Genera
absoluta perplejidad ver cómo una sociedad que ya ha atravesado numerosas crisis
traumáticas en las últimas décadas se entrega mansamente a una corriente que la
arrastra nuevamente hacia el vacío. Así como las reservas en algún momento se
iban a acabar, el financiamiento no estará disponible por siempre y si no
utilizamos el margen que hoy existe para hacer las correcciones en forma
voluntaria y ordenada, éstas se van a efectuar en forma involuntaria y caótica
el día que el financiamiento se agote.
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