Los datos fiscales
que se publicaron a finales de mayo fueron poco auspiciosos. Ya sin la ayuda de
los ingresos por el blanqueo, el déficit primario aumento un 71% y el total
(incluyendo los intereses de la deuda), un 187%. Este resultado deja en claro
que aun cumplir el objetivo poco ambicioso planteado para este año (un déficit
primario del 4,2% del PBI) no va a ser un trámite. Ni hablar de las metas que
anunció meses atrás el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, para el 2018 y
2019, del -3,2% y -2,2% del PBI respectivamente.
En este contexto,
resulta evidente que si la clase política, no sólo este gobierno, pretende
continuar enfrentando el problema fiscal en forma gradual, estas próximas
elecciones presentan una oportunidad única para lograr un mínimo grado de
concientización por parte de la población acerca de qué es lo que está en juego
cuando se habla de una cuestión que, para la gran mayoría, suena completamente
abstracta.
Si no se logra
avanzar en la reducción del déficit fiscal, se lo hace en forma excesivamente
lenta o hay un cambio en las condiciones internacionales, en algún momento los
inversores que hoy suscriben las emisiones de deuda tanto de la Nación como de
las provincias argentinas, permitiendo de este modo realizar el ajuste de las
cuentas públicas en forma gradual, van a empezar a tener dudas sobre la
capacidad de repago de esas colocaciones. Y cuando eso suceda no quedará otra
opción que la solución de shock, voluntaria o involuntaria, de gran costo
político y social.
No
es intención de los economistas ser pesimistas incorregibles pero la historia
es muy elocuente en este sentido. Los déficits fiscales elevados están
íntimamente ligados con períodos traumáticos. Si uno toma las últimas 4 crisis
económicas de nuestro país (1975, 1981, 1988 y 1999, de acuerdo al año en el
que se inició la caída de la actividad), en todos los casos, excepto el último,
el déficit fiscal del sector público argentino, es decir, incluyendo provincias
y municipios, el año anterior al estallido de la crisis superaba el 6% del PBI.
Este fue de 6,5% en 1974, de 6,5% en 1980 y de 7,0% en 1987. Incluso, si
consideramos como el inicio de la última crisis el 2002, el año en el cual la
misma se espiralizó con una contracción del 10,9% del PBI tras el default y la
salida de la convertibilidad, encontramos un déficit del 7,0% del PBI en 2001.
Este
año el resultado fiscal equivalente (sumando los intereses de la deuda y el déficit
de provincias y municipios a la meta del 4,2%) cerrará en torno a esos niveles,
6% o 7% del PBI. Esto no significa que el año que viene vaya a haber una crisis
precisamente porque existe margen para financiarlo pero los antecedentes
históricos sirven para vislumbrar a dónde lleva este camino si se mantiene el
rumbo.
Se
trata entonces de que la clase política incorpore estos datos en el debate
electoral de las próximas semanas. Todos tienen buenas razones para hacerlo: el
Gobierno podrá explicar mejor porqué se ha planteado objetivos de reducción del
déficit fiscal y dotará de mayor legitimidad las medidas impopulares que tenga
que tomar para cumplirlos. Y la oposición porque debe saber que muy
posiblemente le toque su parte en la solución de este problema si llega a la
presidencia en el 2019 y tal vez no le convenga intentar sacar una ventaja
política de un asunto que luego puede volverse en su contra.
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