La masiva manifestación realizada el 18 de abril puso en
evidencia una vez más los grandes anhelos de cambio que se alojan en los
corazones de miles de argentinos. Son múltiples los motivos del malestar de una
parte importante de la sociedad argentina pero me voy a detener en los
estrictamente económicos. Al disgusto con la inflación se le ha sumado en los
últimos años el fastidio con lo que se ve como un deterioro cada vez mayor en
la libertad económica. No solo han molestado las restricciones a la compra de
dólares sino también la exasperante falta de transparencia con la que se maneja
el mercado cambiario (con un mecanismo indescifrable, por ejemplo, para el
otorgamiento de autorizaciones a la compra de divisas para quienes viajan al exterior).
Y la actitud caprichosa y prepotente que ha caracterizado prácticamente a lo
largo de toda su gestión a este gobierno se torna más intolerable en un
contexto en el cual el desempeño de la economía pierde brillo día a día.
Sin embargo, a pesar de la impresionante demostración de
desaprobación, resulta muy poco probable que el Gobierno cambie. La única
posibilidad de que esto suceda es que perciba que comienza a erosionarse su
base de sustentación. En este sentido, las manifestaciones del otro día no le
dijeron nada nuevo. Ya sabe que hay una gran parte de la población, tal vez más
del 50%, que está completamente en desacuerdo con los lineamientos básicos de
esta gestión. Pero hay que recordar que, tal cual están planteadas las cosas
hoy, con un 40% del electorado le alcanza para mantener el poder en el 2015 con
una oposición dividida en la que a cualquier candidato le resultará muy difícil
superar el 30%.
Si el Gobierno no vislumbra un deterioro en el apoyo de sus
partidarios difícilmente introduzca cambios, excepto que se vea obligado por
las circunstancias (algún shock externo grave, como un derrumbe en el precio de
la soja o una disparada en el del petróleo), algo que no parece probable. Esto
se debe a que son precisamente los cambios que debería llevar a cabo los que
realmente pondrían en peligro el apoyo que aun mantiene.
Por ejemplo, ¿cómo haría para aplicar una política
anti-inflacionaria sin que esto sea visto por sus partidarios como una
concesión a las recetas del ajuste contra las que despotricó durante los
últimos 10 años? Es que cualquier política seria en este sentido requeriría algún tipo de “ajuste” en el
comportamiento del gasto público. Y si bien no exigiría necesariamente la
eliminación del déficit fiscal sí, de la emisión de dinero del Banco Central
para financiar ese déficit. En este contexto debería salir a tomar deuda en los
mercados de capitales y renunciaría así a otra de sus banderas favoritas de los
últimos años, la del desendeudamiento, además de tener que evaluar seriamente
la conveniencia de llegar a un acuerdo con los tan vilipendiados fondos buitre
para bajar el costo de ese financiamiento.
O, ¿cómo haría para defender las credenciales progresistas
de sus políticas frente a una devaluación de magnitud en el dólar oficial, como
la que cada vez más se requiere para corregir los crecientes desequilibrios
externos de la economía? Una devaluación del dólar oficial tendría un efecto inmediato
en los precios de todos los bienes y servicios que se comercializan en los
mercados internacionales causando de la noche a la mañana una brusca caída en
el salario real de todos los trabajadores argentinos.
Estos dilemas se van tornando cada vez más complejos a
medida que el tiempo pasa y se siguen demorando lo cambios que a la larga resultarán
inevitables. Por ejemplo, en la medida en que no se detenga la inflación y el
precio del dólar oficial continúe creciendo por debajo de ella, la devaluación
necesaria para poner en equilibrio al sector externo de la economía va a ser
cada vez más significativa.
En definitiva, está en manos de todos aquellos que apoyan a
este gobierno y aquellos que lo integran darse cuenta que los cambios son
inevitables y que lo único que pueden elegir es el momento en el que se van a
realizar y cuán traumáticos van a ser. Debe resultar claro para ellos que los
ajustes que se requieren no implican una mejora en la situación de un sector en
particular de la población en detrimento de ellos. No se trata de quitarles
aquellos beneficios que han conseguido en los últimos años para entregárselos a
los manifestantes del 18 de abril. Se trata de ordenar la economía de modo tal
que a aquellos que poseen algún capital les resulte más conveniente invertirlo
en una actividad productiva que especular con el dólar “blue” o comprar un
inmueble en Miami. Esta es la única manera de volver sostenible en el tiempo la
recuperación de los salarios reales que experimentaron en los últimos años y
que ahora se encuentra amenazada.
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