martes, 12 de diciembre de 2017

Un año de claroscuros

Estamos cerrando un año que en materia económica deja varias cuestiones positivas pero también serios motivos de preocupación. La calificación final que cada uno le va a asignar a este 2017 va a depender de la tendencia que se tenga a mirar la mitad llena o la vacía del vaso.

Comenzando con la parte llena, indudablemente hay que mencionar la tasa de crecimiento con la que la economía cerrará el año, cercana al 3%. Si bien este desempeño se encuentra en línea con las expectativas que había a finales del año pasado (el promedio del Relevamiento de Expectativas de Mercado publicado por el Banco Central en diciembre del año pasado fue de 2,9%), eso no le quita méritos al resultado, viniendo de una caída del PBI de 2,2% el año pasado.

Otro de los aspectos positivos del 2017, es la importante caída de la inflación. Tras marcar un 40% en el 2016, se perfila para cerrar el año en el 23,5%: un éxito indudable, a pesar de que muchos prefieren detenerse en el hecho de que quedó lejos de la meta fijada por el Banco Central, del 17%. Lo cierto es que se tratará de la inflación más baja desde 2011, cuando se ubicó en el 22,8%.

También hay que destacar la evolución de las cuentas públicas. Los últimos 3 meses reflejaron un importante avance en materia fiscal, con una caída real del gasto primario, que creció 17% interanual en agosto y septiembre y solo 6% en octubre, gracias principalmente a los fuertes ahorros que se vienen logrando en materia de subsidios, que cayeron más de un 40% interanual en septiembre y octubre. Como resultado de este esfuerzo, el déficit fiscal primario fue en los primeros 10 meses del año de solo un 2,5% del PBI, lejos del objetivo planteado del 4,2% cuando faltan los datos de los dos últimos meses, que eso sí suelen presentar los desequilibrios más abultados.

Cuando uno mira las zonas oscuras de la economía, el atraso cambiario ocupa un sitial de privilegio. Provocado por la combinación de un elevado déficit fiscal, que impone la necesidad de apelar al ahorro externo, y la obstinación del Banco Central en cumplir metas de inflación irreales, con tasas de interés en las nubes que atraen capitales especulativos, no solo es preocupante por la vulnerabilidad y volatilidad que le imprime a la economía sino también porque desincentiva la inversión en los sectores de bienes transables, clave para un crecimiento sólido en los próximos años. Como consecuencia de esto, el déficit comercial superó entre enero y octubre los 6.000 millones de dólares y ya es el más alto de la historia en términos nominales.

Tampoco puede dejar de mencionarse el inevitable aumento de la deuda, como resultado de la justificable decisión de reducir el déficit fiscal en forma gradual. A finales de junio, la deuda externa bruta alcanzaba los 204,8 mil millones de dólares, un crecimiento interanual del 16%, alimentado principalmente por el incremento del 35% en el endeudamiento del gobierno nacional y los provinciales. Sin dudas, una importante amenaza de cara al futuro.

En definitiva, un año con claroscuros muy marcados. Hay mucho trabajo por delante si se pretende lograr un 2018 más balanceado.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Política monetaria: reminiscencias de 4 décadas atrás

Hacia junio de 1977, preocupado por una inflación que, a pesar de los distintos intentos por contenerla, se mantenía en un nivel elevado, el equipo económico liderado por José Alfredo Martínez de Hoz decidió poner en marcha una política monetaria contractiva. Las tasas de interés nominales llegaron a subir hasta cerca del 400% anual, con una inflación que cerró el año en el 160%. Esta política se extendió hasta abril de 1978, cuando, bajo la presión de las autoridades militarles, fue abandonada.

La estrategia no hizo mella en la inflación, que no sólo no bajó sino que aumentó: pasó de 22,1% en el segundo trimestre de 1977 a 27,2% en el tercero y 33,2% en el cuarto. Y tuvo un impacto negativo sobre la actividad económica, que, tras crecer un 6,39% en 1977, registró una caída del 3,22% en el año siguiente.

Las decisiones que vienen tomando las autoridades del Banco Central en las últimas semanas evocan inevitablemente la experiencia de aquel entonces. Nuevamente, ante la frustración por no lograr avances decisivos contra la inflación, la autoridad monetaria opta por avanzar con una política contractiva que está llevando las tasas de interés a las nubes. Una vez más parece caerse en el error de pensar que sólo con una tasa de interés elevada se puede domeñar un fenómeno sumamente complejo y multicausal.

Continuar obstinadamente por este camino va a afectar el desenvolvimiento de la actividad económica y va a contribuir a profundizar el atraso cambiario, que ya viene provocando un fuerte desequilibrio externo, con un déficit comercial que superó los 5.000 millones de dólares en los primeros 9 meses del año. Todo esto sin tener un efecto significativo sobre la tasa de incremento de los precios.

Hay que reconocer, sin embargo, que la inflación es un fenómeno cuya solución presenta particulares dificultades en nuestro país. Baste decir que sólo en 13 de los últimos 70 años fue menor a los dos dígitos. Como señalé en un artículo de octubre del año pasado, días después de que se anunciaran las metas, “la lucha contra la inflación no es una tarea de una sola persona, una sola institución o un solo instrumento de política económica. Huelga decir que en un país como el nuestro se trata de una misión muy difícil para la cual nadie tiene la fórmula infalible. Pero, indudablemente, una solución exitosa y perdurable del problema exigirá un esfuerzo fiscal más decidido por parte del Gobierno, una mayor predisposición al diálogo y a la posibilidad de forjar acuerdos, tanto de los autoridades políticas como del resto de los dirigentes, sindicales, empresarios y de la oposición, y más paciencia y vocación para comunicar a la sociedad la importancia de llegar a buen puerto en este ámbito por parte de los responsables de la política económica”.

Esperemos que se aprenda de las lecciones del pasado y no se intente aplicar soluciones de manual a realidades sociales de suma complejidad.

lunes, 2 de octubre de 2017

Una prueba de carácter

El 23 de octubre, el día después de las elecciones de medio término, se inicia un período crucial para la economía argentina. Será indudablemente una etapa más complicada para el gobierno que estos dos años que han pasado, en los cuales, en gran parte por falta de experiencia, se fue más a los tumbos de lo que debería haber sido necesario para obtener los resultados que están a la vista.

Lo cierto es que, como hemos señalado en este espacio en más de una oportunidad, más allá de los importantes avances que se lograron hacia a la normalización del funcionamiento de la economía, hay variables macroeconómicas esenciales que hoy se encuentran en una situación prácticamente similar a la de diciembre de 2015. Es el caso del déficit fiscal, que este año va a terminar en torno al 7% del PBI si se consideran los intereses de la deuda pública y los desequilibrios provinciales, y el atraso cambiario: tras el incremento significativo que tuvo el tipo de cambio real luego de la salida del cepo, la inflación le viene ganando en forma casi ininterrumpida a la evolución del dólar. Los resultados de esto ya se están viendo en las cuentas externas, con un déficit comercial superior a los 1.000 millones de dólares en agosto. Si se exceptúa el caso particular de diciembre de 2015, se trata del saldo negativo mensual más elevado desde 1990, año en el que se inicia la serie que publica el Indec.

Es decir que el Gobierno, tras un inicio en el que, con el objetivo aparente de resolver estos problemas, se atrevió a tomar medidas de alto impacto sobre los ingresos, como la mencionada salida del cepo y la devaluación que ésta provocó, la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias y la suba de las tarifas de los servicios públicos, y amenazó con una reestructuración importante del Estado, tal vez sintiéndose amparado por “la herencia recibida”, está llegando a la mitad del mandato muy cerca del punto de partida.

Ya sin el recurso de los ingresos extraordinarios del blanqueo de capitales que se obtuvieron el año pasado y éste, las autoridades económicas deberán cumplir sí o sí con el objetivo de déficit primario del 3,2% del PBI establecido para el año que viene y del 2,2% del PBI, para el 2019. Y esto posiblemente implique tomar decisiones sensibles, dependiendo de lo que suceda con una economía que no tiene el crecimiento asegurado, ya que se puede encontrar con la dificultad de una alta tasa de interés real si el Banco Central se empecina en alcanzar las metas que fijó para los próximos dos años y, todo indica, deberá seguir soportando la carga de un tipo de cambio atrasado que le pone un claro límite a la expansión de las exportaciones y de aquellos sectores que enfrentan la competencia de la producción extranjera.

En definitiva, en la segunda etapa del mandato tendremos una prueba de carácter para la administración de Mauricio Macri. Parece inevitable, si se pretende dejar a la economía bien encaminada al final de la gestión, que se deban tomar medidas que tendrán un impacto en los ingresos de la población y/o que generarán una pérdida inicial de puestos de trabajo. Y cada vez quedará más lejos en el tiempo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para echarle la culpa

viernes, 8 de septiembre de 2017

Una oportunidad histórica

El resultado electoral del 13 de agosto abre una interesante oportunidad para la economía argentina. De mantenerse este resultado en las elecciones del 22 de octubre, el Gobierno contará con el apoyo de la población para continuar con una agenda que, en caso de llegar a buen puerto, marcará un hito en la historia económica de la Argentina.

Es que si la administración logra cumplir con las metas fiscales y avanzar en la reducción gradual del elevado déficit que hoy existe, será la primera vez en los últimos 50 años que una situación de las cuentas públicas de esta gravedad no desemboca en una crisis.

Si uno repasa la evolución del resultado financiero (incluyendo intereses) del sector público argentino, es decir de la Nación, provincias y municipios, en el último medio siglo, puede observar que siempre que el déficit llegó a niveles similares al actual, en torno al 7% del PBI, la situación tuvo un desenlace traumático. Por ejemplo, en 1973 el déficit llegó al 6,02% del PBI y siguió subiendo desde entonces, desembocando en 1975 en el Rodrigazo y en una caída del 4% del PBI durante ese año y el siguiente. El déficit nuevamente volvió a superar el 6% del PBI en 1980, una vez más para continuar subiendo y ser un factor central de la crisis de 1981 y 1982 en la que se registró una caída de más del 11% del PBI. La situación se repitió años más tarde, cuando el déficit superó el 7% del PBI en 1987, generando las condiciones para el estallido hiperinflacionario de 1989 y una contracción del PBI de más del 12% entre 1988 y 1990. Por último, en 2001 el déficit se ubicó una vez más por encima del 7% del PBI y al año siguiente la economía cayó un 11%. De todos modos, a diferencia de los episodios anteriores, en este caso la crisis comenzó en 1999, partiendo de un déficit de sólo el 2,42% del PBI en 1998, y podría argüirse que el deterioro fiscal fue más una consecuencia que terminó agravando el problema que una de sus causas.

El sendero de reducción del déficit que ha trazado el Gobierno sólo hace referencia al déficit fiscal primario de la Nación (se apunta al 4,2% del PBI este año, el 3,2% el año que viene, el 2,2% en el 2019 y el 1,2% en el 2020). Nada se dice del resultado provincial y municipal y la carga de intereses. Es claro que, para alejar a la economía argentina del punto crítico en el que se encuentra, no sólo se requerirá del esfuerzo a nivel nacional sino también a nivel provincial y municipal, algo que debería plasmarse en la aprobación de la Ley de Responsabilidad Fiscal que se discutirá en las próximas semanas en el Congreso. También será esencial que la tasa de interés internacional se mantenga en un nivel similar al actual porque una suba de la misma compensaría negativamente la mejora obtenida en el resultado primario.

Por otra parte, las autoridades económicas no deberán flaquear si la economía desacelera su marcha como consecuencia del esfuerzo fiscal. Estamos en una coyuntura en la que el impulso de la actividad no puede provenir del sector público sino de medidas que alienten la inversión privada.


El desafío es grande pero si el objetivo se logra su efecto será perdurable. Es momento de aprender a reconocer nuestras limitaciones y convivir de la mejor manera posible con ellas y no tener que esperar a que la crisis nos las muestre de la peor manera.

viernes, 11 de agosto de 2017

Un límite al crecimiento


En las últimas semanas las estadísticas oficiales vienen confirmando la recuperación de la economía, con crecimientos muy alentadores en junio en sectores como la industria y la construcción, del 6,6% y el 17% respectivamente en relación al mismo mes del año pasado.

Sin embargo, mezclado entre estos resultados claramente positivos, se destacó un dato preocupante que plantea serias dudas sobre la posibilidad de que el crecimiento alcanzado en este 2017 se pueda sostener en los próximos años. De acuerdo a los últimos datos del INDEC, en el primer semestre del año las exportaciones crecieron apenas un 0,8% en valor y cayeron un 3,6% en cantidades en relación al mismo período del 2016.

Indudablemente, en este desempeño viene pesando el exiguo crecimiento de Brasil (el principal destino de las exportaciones argentinas), que alcanzaría un 0,34% este año, de acuerdo a las previsiones de los analistas de ese país. Pero también lo viene haciendo el atraso cambiario que, a pesar del aumento del dólar de los últimos meses, lo más probable es que continúe profundizándose este año. Es difícil esperar la inversión que se requiere para expandir este sector en un escenario en el que la rentabilidad se encuentra acotada y, aun en las actividades en las que es suficiente, resulta incierta hacia el futuro: por un lado, porque la política no termina de trazar un rumbo claro hacia adelante, con la amenaza siempre latente de un regreso al populismo en el 2019, y, por el otro, porque la inflación todavía sigue siendo elevada y, en el afán del Gobierno por reducirla, fácilmente se puede producir una mayor apreciación real del peso.

El problema es que, en la medida en que no crezcan las exportaciones o lo hagan débilmente, el crecimiento de la economía en su conjunto, que implica un aumento, al menos, proporcional de las importaciones, va a depender cada vez más del financiamiento externo, cuyo flujo no es ilimitado. Se puede cortar en cualquier momento, producto de un cambio en las condiciones internacionales o sencillamente porque los acreedores extranjeros, ante el creciente endeudamiento, en algún momento van a tener dudas acerca de nuestra capacidad de repago. Esto le pone un claro límite al proceso de crecimiento que se está iniciando.

En este contexto, excepto que la economía de Brasil despegue con un vigor renovado que no parece posible en el actual escenario político del país vecino, el Gobierno necesitará generar mejores condiciones de rentabilidad en el sector exportador, a través de una reducción de los costos, por ejemplo, con las esperadas reformas tributaria y laboral y obras de infraestructura, un tipo de cambio real más favorable o una combinación de estas cosas, si, al llegar al final del mandato, quiere dejar a la economía en la senda del crecimiento y no al borde del precipicio. 





lunes, 10 de julio de 2017

El tiempo pasa y…

A pocas semanas de las primarias abiertas que marcan la primera etapa del proceso electoral de este 2017, parece ir concretándose lo que temí meses atrás en un artículo titulado “Esperando al 2018”, de agosto de 2016: la primera mitad del gobierno de Mauricio Macri sólo brindará tímidas mejoras en lo que refiere a la corrección de los desequilibrios de fondo de la economía argentina. 

Indudablemente, los tres problemas centrales que dejó el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner fueron el abultado déficit fiscal, que, sumando provincias y municipios, ascendió en el 2015 al 8% del PBI, la inflación, del 26,9%, de acuerdo al promedio de consultoras privadas difundido por el Congreso en ese entonces, y el desequilibrio externo, con un déficit en cuenta corriente de 16.806 millones de dólares en el último año de la gestión.

Lamentablemente, para el cierre de este 2017 esperamos mejoras realmente modestas en estas variables. El déficit fiscal se ubicaría en torno al 7% del PBI y la inflación cerca del 22%. En el frente externo posiblemente ni siquiera veamos avances. El déficit en cuenta corriente del año pasado fue de 14.901 millones de dólares y en el primer trimestre de este año alcanzó los 6.871 millones, un 39% más que en el primer trimestre del 2016. Con la intensificación en la recuperación de la economía y el creciente atraso cambiario que se esperan para lo que resta del año, tranquilamente podría superar el resultado del 2015. En definitiva, llegando a la mitad del mandato, es poco lo que el Gobierno va a poder mostrar en relación a la mejora de estas tres variables que van a definir la suerte de la economía argentina en los próximos años.

Donde sí se encuentran claras diferencias entre este gobierno y el anterior es en el ámbito de la retórica. La administración actual reconoce estos problemas, sin procurar ocultarlos a través de la manipulación de las estadísticas oficiales, y plantea metas para ir resolviéndolos. Aquí se inscriben no sólo los objetivos fiscales y de inflación sino también las promesas de avanzar en las reformas tributaria y laboral, esenciales para enfrentar el problema de competitividad que se encuentra en la base del importante desequilibrio externo.

Sin lugar a dudas, en la segunda mitad de su mandato el Gobierno deberá realizar un esfuerzo mayor para transformar sus ideas y sus promesas en medidas concretas que permitan corregir en forma más significativa los importantes desequilibrios que aun presenta la economía.


Tendremos que confiar en que un buen resultado electoral puede dotar a las autoridades de la confianza que necesitan para avanzar con mayor decisión en esa dirección aunque nadie nos puede cuestionar si nos dejamos vencer por el escepticismo. En los últimos 40 años Argentina nunca pudo corregir los desequilibrios de la economía sin atravesar una crisis de magnitud y no se percibe la madurez suficiente en la clase política para obtener en esta oportunidad lo que representaría un logro sin precedentes en la historia reciente.

jueves, 8 de junio de 2017

Un tema de debate para las próximas elecciones

Los datos fiscales que se publicaron a finales de mayo fueron poco auspiciosos. Ya sin la ayuda de los ingresos por el blanqueo, el déficit primario aumento un 71% y el total (incluyendo los intereses de la deuda), un 187%. Este resultado deja en claro que aun cumplir el objetivo poco ambicioso planteado para este año (un déficit primario del 4,2% del PBI) no va a ser un trámite. Ni hablar de las metas que anunció meses atrás el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, para el 2018 y 2019, del -3,2% y -2,2% del PBI respectivamente.

En este contexto, resulta evidente que si la clase política, no sólo este gobierno, pretende continuar enfrentando el problema fiscal en forma gradual, estas próximas elecciones presentan una oportunidad única para lograr un mínimo grado de concientización por parte de la población acerca de qué es lo que está en juego cuando se habla de una cuestión que, para la gran mayoría, suena completamente abstracta.

Si no se logra avanzar en la reducción del déficit fiscal, se lo hace en forma excesivamente lenta o hay un cambio en las condiciones internacionales, en algún momento los inversores que hoy suscriben las emisiones de deuda tanto de la Nación como de las provincias argentinas, permitiendo de este modo realizar el ajuste de las cuentas públicas en forma gradual, van a empezar a tener dudas sobre la capacidad de repago de esas colocaciones. Y cuando eso suceda no quedará otra opción que la solución de shock, voluntaria o involuntaria, de gran costo político y social.

No es intención de los economistas ser pesimistas incorregibles pero la historia es muy elocuente en este sentido. Los déficits fiscales elevados están íntimamente ligados con períodos traumáticos. Si uno toma las últimas 4 crisis económicas de nuestro país (1975, 1981, 1988 y 1999, de acuerdo al año en el que se inició la caída de la actividad), en todos los casos, excepto el último, el déficit fiscal del sector público argentino, es decir, incluyendo provincias y municipios, el año anterior al estallido de la crisis superaba el 6% del PBI. Este fue de 6,5% en 1974, de 6,5% en 1980 y de 7,0% en 1987. Incluso, si consideramos como el inicio de la última crisis el 2002, el año en el cual la misma se espiralizó con una contracción del 10,9% del PBI tras el default y la salida de la convertibilidad, encontramos un déficit del 7,0% del PBI en 2001.

Este año el resultado fiscal equivalente (sumando los intereses de la deuda y el déficit de provincias y municipios a la meta del 4,2%) cerrará en torno a esos niveles, 6% o 7% del PBI. Esto no significa que el año que viene vaya a haber una crisis precisamente porque existe margen para financiarlo pero los antecedentes históricos sirven para vislumbrar a dónde lleva este camino si se mantiene el rumbo.

Se trata entonces de que la clase política incorpore estos datos en el debate electoral de las próximas semanas. Todos tienen buenas razones para hacerlo: el Gobierno podrá explicar mejor porqué se ha planteado objetivos de reducción del déficit fiscal y dotará de mayor legitimidad las medidas impopulares que tenga que tomar para cumplirlos. Y la oposición porque debe saber que muy posiblemente le toque su parte en la solución de este problema si llega a la presidencia en el 2019 y tal vez no le convenga intentar sacar una ventaja política de un asunto que luego puede volverse en su contra.




lunes, 8 de mayo de 2017

Avances en la lucha contra la inflación

En las últimas semanas se viene registrando una mejora en las expectativas inflacionarias. No sólo viene influyendo en esto la firme postura del Banco Central, que se atrevió a subir las tasas de interés en un año electoral para dejar bien claro que las necesidades políticas del Gobierno no lo van a desviar de su objetivo, sino también los buenos resultados que se vienen dando en algunas negociaciones salariales importantes, como la del sector de la construcción o el comercio, en donde los sindicatos aceptaron aumentos del orden del 21%, una cifra que meses atrás parecía difícil de alcanzar.

En este contexto, el último relevamiento de expectativas de mercado (REM) que publica mensualmente la autoridad monetaria presentó una baja cercana al punto porcentual en el pronóstico de la inflación de los próximos 12 meses, tanto a nivel de GBA como nacional. Estos pronósticos la ubican en el 18% en el primer caso y 17,5% en el segundo.

Y si bien es cierto que en promedio los analistas no esperan que se cumpla con la meta establecida por el Banco Central para este 2017, de entre el 12% y el 17%, proyectando un 21,4% a nivel GBA y un 20,7% a nivel nacional, coinciden en que la entidad va a lograr mantener un trayectoria descendente en el ritmo de aumento de los precios, que podría ubicarse en un dígito para el 2019 (9,9% en GBA).

De todos modos, la contracara de este éxito que se viene teniendo en la lucha contra la inflación es que descansa en una parte importante en la estabilidad del dólar y, por ende, en el creciente atraso cambiario. Y si bien puede haber una responsabilidad parcial del Banco Central en esto, lo cierto es que, con un déficit fiscal total, considerando nación y provincias, del 8% del PBI o superior y un amplio financiamiento internacional disponible, a la larga o a la corta resulta inevitable una apreciación del tipo de cambio real como la que se viene registrando.

Este proceso viene golpeando a numerosos sectores (la industria cayó un 4,6% interanual el año pasado y un 2,4% interanual en el primer trimestre del 2017), en un contexto además en el que correctamente se viene abriendo gradualmente la economía a la competencia de las importaciones. Los exportadores y aquellos que compiten con las importaciones deben lidiar con una situación en la que los precios de sus productos se mantienen fijos mientras siguen incrementándose sus costos.

El Gobierno se comprometió a reducir el déficit fiscal a un nivel razonable durante los próximos años, lo que podría ir aflojando las tendencias hacia el atraso cambiario, pero habrá que ver si los plazos planteados son acertados. Las autoridades deben lograr configurar una economía suficientemente competitiva y viable antes de que se agote el crédito externo del que gozan para evitar que tengamos que atravesar una vez más el trauma de una crisis.


En definitiva, están ganando la “batalla” contra la inflación pero persisten importantes interrogantes de que puedan ganar la “guerra” de poner a la economía argentina en la senda del crecimiento sostenible.

lunes, 10 de abril de 2017

Una economía esquizofrénica

El notable éxito del blanqueo de capitales, que se cerró con la formalización de activos por 116.800 millones de dólares, superando con holgura los pronósticos iniciales más optimistas, puso en evidencia una vez más la existencia de múltiples facetas contradictorias en la economía argentina, que el Gobierno no logra amalgamar.

La administración despierta la simpatía, la confianza y el apoyo de importantes sectores del empresariado local y extranjero, algo que sin dudas se cristalizó en la predisposición de una buena parte de quienes tenían una porción de su patrimonio no declarado para sincerarlo, un hecho también favorecido por el contexto internacional. Sin embargo, esa simpatía, confianza y apoyo no terminan de transformarse en las inversiones productivas que la economía necesita con desesperación para lograr arrancar tras 5 años de estancamiento.

La evolución de la inversión total a lo largo del 2016, de acuerdo a los dato del INDEC, es una evidencia contundente de este punto. Ella fue el componente de la demanda global que más cayó en todo el año, con el 5,5%. Peor aún: la caída más fuerte se registró en los 2 últimos trimestres, del 8,2% y 7,7% respectivamente.

Y es que mes a mes las estadísticas confirman la percepción que uno tiene: si bien el Gobierno parece tener la vocación de ir en el rumbo adecuado y el diagnóstico correcto para hacerlo, le falta el poder político, la convicción, el coraje o sencillamente no termina de encontrar el timing para ir a fondo con las medidas que la economía requiere para retomar la senda del crecimiento.

En su afán por bajar lo más rápidamente posible la inflación, se muestra indiferente o se resigna a la profundización del atraso cambiario, que enturbia las perspectivas de inversión para todos aquellos sectores que compiten con el mundo, que observan con preocupación cómo sus costos crecen más que los precios de los bienes y servicios que producen. Mientras tanto, no avanza con la decisión que se requiere en la reducción de la carga tributaria, que sigue teniendo en nuestro país una participación en el PBI significativamente más alta que en el resto de los países de la región y que aplasta la rentabilidad empresaria. El contexto político tampoco ayuda, con ningún sector de la oposición mostrando consenso con el rumbo elegido o planteando modificaciones en la dirección correcta.

Es indudable que, con este panorama, aun con la mayor empatía hacia este gobierno, los empresarios no se van a lanzar masivamente a poner en marcha proyectos de inversión. Estos continuarán llegando en cuentagotas y muy probablemente no serán suficientes para darle a la economía el vigor que requiere en los próximos años.

El Gobierno tiene una extraordinaria oportunidad para modificar esta situación en las próximas elecciones. Si logra una adhesión lo suficientemente amplia, podrá brindar un horizonte algo más claro a los inversores y ganar la confianza que necesita para avanzar con mayor decisión con las medidas que hoy se necesitan. Pero deberá esforzarse bastante más de lo que lo viene haciendo para convencer a la sociedad de que estamos bien encaminados y que la alternativa nos lleva directo al precipicio.


viernes, 10 de marzo de 2017

Un crecimiento que plantea dudas hacia el futuro

En las últimas semanas se vienen sumando estadísticas que indicarían que terminó la recesión en la que se encontraba inmersa la economía, tras 4 trimestres consecutivos de caída de la actividad entre el cuarto de 2015 y el tercero de 2016. Si bien todavía el INDEC no publicó los datos correspondientes al último trimestre del año pasado, los resultados del Estimador Mensual de Actividad Económica del organismo (con un crecimiento nulo en octubre, de 1,2% en noviembre y de 1,6% en diciembre, siempre en relación al mes anterior) anticiparían que el período va a registrar una evolución positiva.

A esto también se agrega la mejora en las estadísticas de los sectores que más arrastraron hacia abajo el PBI el año pasado, como la industria y la construcción. La primera de ellas (que cayó cerca de un 5% en el 2016 y que tuvo en algunos meses retracciones cercanas al 8%) en enero registró una caída interanual de apenas el 1,1%, la más baja desde febrero del año pasado. Con la segunda sucedió algo similar: había caído alrededor del 13% en 2016 pero en enero se contrajo apenas un 2,4% interanual, el mejor desempeño de, por lo menos, los últimos 13 meses.

Las estadísticas van confirmando lo que se esperaba. A medida que se van recuperando los salarios reales, especialmente castigados en el primer semestre del 2016, y, con ellos, el consumo, comienza a ponerse en marcha la obra pública, completamente paralizada durante ese período, y continúa cobrando impulso el sector agropecuario, altamente beneficiado por la salida del cepo cambiario y la reducción y eliminación de las retenciones y las restricciones a las exportaciones, la economía comienza a repuntar.

Sin embargo, los interrogantes más importantes no pasan por si la economía va a crecer o no este año sino más bien por cuál va a ser la calidad de ese crecimiento y si va a poder sostenerse en el tiempo. Y, parados donde estamos ahora, existen serias dudas de que esto vaya a suceder.

Es que, para que haya un crecimiento sólido y sostenible, es necesario que la economía presente un conjunto razonable de sectores con buenas perspectivas de rentabilidad para los próximos años y con capacidad para competir con el mundo. Pero, con un proceso de atraso cambiario en marcha y que tiende a profundizarse, con autoridades económicas que no terminan de avanzar con una reducción significativa de la carga tributaria y con una sociedad que no muestra un consenso suficientemente amplio sobre el rumbo que se ha tomado, no se están generando esas condiciones.

En este contexto, es altamente factible que se ingrese en un proceso de crecimiento completamente dependiente del financiamiento externo disponible, que podrá extenderse durante este año, el que viene y porqué no también el 2019 pero que tarde o temprano, cuando ese financiamiento se corte, se va a frenar brusca y estrepitosamente, con graves consecuencias políticas y sociales.

lunes, 27 de febrero de 2017

¿Un enfoque gradualista?

El recorrido que viene mostrando el dólar en estas primeras semanas del año, que empeora la perspectiva de atraso cambiario que ya desde un principio se vislumbraba para este 2017, genera dudas ya no de si el enfoque gradualista que viene aplicando el Gobierno tiene posibilidades de éxito sino directamente si efectivamente se está aplicando tal enfoque.

Es que lo más probable es que, a medida que vaya avanzando el año, la situación de los productores locales que compiten con el mundo se parezca cada vez más a aquella que atravesaban antes de la asunción de las actuales autoridades y que se había modificado sustancialmente luego de la salida del cepo cambiario y la devaluación subsiguiente y la reducción y eliminación de las retenciones y de las restricciones a las exportaciones.

El Gobierno insiste en sus manifestaciones en que hay que incrementar la productividad y bajar los costos, para lo cual se anotó recientemente en su haber la reforma del sistema de ART, y cada tanto deja trascender que planea continuar reduciendo la presión tributaria para mejorar de este modo la competitividad de las empresas. Pero, mientras aguardan anuncios concretos, éstas observan con impotencia como su rentabilidad se va desmoronando bajo el peso de una inflación que avanza con mayor rapidez que el precio de sus bienes y servicios.

Todo esto se viene reflejando cruelmente en los números negativos de la balanza de pagos. Aun con una caída de la economía en torno al 2,5% el año pasado, el déficit en cuenta corriente se ubicó en alrededor de 14 mil millones de dólares. Existe la posibilidad de que este año, en el que se prevé un crecimiento de aproximadamente el 3%, el desequilibrio supere al de 2015, de 16.800 millones de dólares, el más alto desde 1994, que es cuando se inicia la serie que publica el Indec.

Es decir que, a 2 años del cambio de gobierno, nuestro país continuará registrando un fuerte desequilibrio en el intercambio con el resto del mundo. Pudo sostener su nivel de consumo, primero, durante la gestión de Cristina Fernández de Kirchner, apelando a las reservas internacionales acumuladas durante el boom de los commodities y, ahora, gracias al financiamiento internacional obtenido tras el acuerdo con los holdouts pero, de cerrarse el acceso al mismo, tendrá que atravesar un ajuste de importantes proporciones y de graves implicancias sociales y políticas.


Uno puede ser indulgente con la actual administración y decir que hace lo que puede en un ambiente plagado de restricciones, tras haber recibido una pesada herencia, con una clase dirigente excesivamente oportunista y una sociedad que no parece conciente del estado real de la economía. Pero, para que el enfoque gradual que eligió, que indudablemente parece el único viable en un país como el nuestro, rinda sus frutos es necesario que vaya mostrando avances, por pequeños que sean, en todos los frentes. Sólo de esa manera se logrará ingresar en el círculo virtuoso que se requiere para que la economía se ponga en marcha en forma sólida y sostenida.

jueves, 12 de enero de 2017

2017: un año clave para saber hacia dónde vamos

El año que recién comienza tiene la particularidad de que van a ser menos importantes los resultados económicos que se obtengan que la forma de llegar a ellos. Esto siempre es así pero más aun en un año en el que las autoridades se pueden ver tentadas a buscar los resultados fáciles, tangibles y de corto plazo que le pueden garantizar la victoria en las elecciones de medio término y allanar el camino político en la segunda mitad del mandato.

Resulta indudable que la economía va a crecer y por muchos motivos. En primer lugar, porque todo el año la vamos a estar comparando con un 2016 bastante malo. En segundo lugar, porque es de esperar un buen desempeño del campo, uno de los sectores que más se benefició con el cambio de gobierno, por la devaluación tras la apertura del cepo cambiario, la reducción de las retenciones y la eliminación de las restricciones a las exportaciones de algunos de sus productos. Por otra parte, excepto que el mundo dé un vuelco brusco con la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, el Gobierno cuenta con un margen de financiamiento disponible para impulsar la economía a través de la obra pública y otros gastos o rebajas impositivas que considere necesarias, sin tener que preocuparse en forma excesiva por el alto déficit fiscal. Asimismo, es de esperar una recuperación del salario real y, por ende, del consumo, teniendo en cuenta las presiones hacia el atraso cambiario que existen y los buenos ojos con los que los funcionarios pueden ver eso en un año electoral. Brasil también puede hacer su aporte. Tras una fuerte caída del PBI en los últimos 2 años, se espera una leve recuperación este año que puede generar una demanda adicional para la duramente golpeada industria argentina. La administración puede tener, además, la expectativa de que su discurso amigable con el mercado, los avances logrados en el reordenamiento de la economía y la disponibilidad de capitales argentinos recientemente blanqueados y en busca de oportunidades pueden alentar un crecimiento de la inversión privada que también haga su contribución al rebote.

El Gobierno seguramente estará monitoreando atentamente si los factores más genuinos (el crecimiento del campo, la inversión privada, las exportaciones a Brasil, etc.) son lo suficientemente fuertes para generar un crecimiento satisfactorio en términos políticos y hasta qué punto debe contribuir con los más artificiales (expansión del gasto público, aumento del salario real a costa del atraso cambiario) para lograr ese objetivo.

Este rebalanceo nos permitirá a fin de año saber dónde estamos y hacia dónde vamos. Si el Gobierno, por debilidad en los factores genuinos, por malos resultados en las encuestas, para reducir la conflictividad social o por lo que fuere, se siente obligado a apelar en forma excesiva a los factores artificiales, esto redundará en un déficit fiscal más elevado, un problema de competitividad externa más pronunciado y una trayectoria de endeudamiento más insostenible. En otras palabras, nos habremos acercado más a la próxima gran crisis.

Se entiende que la sociedad en su conjunto, en este año en el que tendrá la oportunidad de manifestar su voluntad a través del voto, tendrá un rol fundamental. Si demanda resultados inmediatos, no hace distinción entre los motores genuinos y los artificiales del crecimiento, no hace una evaluación adecuada del estado de la economía y de los esfuerzos que éste requiere y vota en consecuencia, hará su contribución y será responsable del resultado final hacia el que nos encaminaremos.